El chico de la suerte

Acaba de pasar mi chico de la suerte. Fue medio mágico, porque hoy le había dado pista, finalmente, a un lumpen bastante cargoso, que me stalkeaba desde hacía semanas, pero, en vez del lumpen, apareció, media hora más tarde, este pibe. El clásico chico bonito. Cuerpo bonito. Todo bonito. Uno de mis primeros clientes, el que me hizo que me cayera la ficha de que no necesariamente iba a tener que trabajar sobre cuerpos y gente desagradable cuando empecé a dejar que, por pedido popular, mis masajes fueran más hacia lo erótico que hacia lo kinesiológico. A pesar de todo el tiempo transcurrido desde esas primeras veces, sigue siendo muy joven. Hacía bocha que no venía, y eso que yo se lo había recordado varias veces cuando lo veía en el foro. Y hoy, justo que me estaba dejando plantado este baboso, me mandó un mensaje diciéndome que estaba, por casualidad, en la puerta de mi edificio. Que si estaba libre para recibirlo. Sí, mágico. Un precioso en lugar de un baboso. Le hice solamente los pies. Lo demás, con él, era secundario. Una vez recuerdo que me había dicho que había descubierto que, si le tocaban los pies, acababa mejor. Se los hice con cuidado, dedicación y adoración. Tenía las uñas hechas bolsa de tanto jugar al futbol. Tres veces por semana está jugando al futbol, me dijo. Estuve bocha trabajándole las plantas, tratándole de aliviar unas contracturas cervicales a través del masaje de metatarsos. Mientras lo hacía le miraba las manos, tan bien modeladas que las mías parecían garras en comparación. Me hacían acordar a las manos de un francesito que me había levantado hacía muchos años, detrás de un nombre sin foto, para ir a su domicilio cerca de Plaza Miserere, y que también había resultado milagroso, porque había ido de puto corajudo nomás, porque daba miedito todo, una casa atrás de la vía de un perfil sin fotos y con nombre raro. Y el pibe había resultado lo más cercano a un príncipe con el que estuve nunca. Incluso, luego había descubierto, a pesar suyo, porque medio que lo escondía, que tenía un árbol genealógico que se remontaba hasta los Valois. Súper aristócrata, pero bastante pobre. Igual el pibe aquel era tan lindo que parecía un alien: Este francesito de hace tanto tiempo, medía uno noventa, rubio pálido, pero muy viril, y con unas manos tan delicadas que, como las de este chico, hacían que las mías, en comparación, parecieran las garras de un lumpen. Se me fue la cabeza recordando a ese chabón, creo que fue la cosa más linda con la que nunca me metí en la cama. Lo loco era que yo le gustaba tanto como él me gustaba a mí. Los meses que el estuvo acá fueron maravillosos. Yo me dormía con su pija en la boca. Pero vuelvo a Buenos Aires, a lo que me pasó hace un rato con este otro pibe que me lo recuerda: mientras le trabajaba el arco interno de un pie, se le empezó a poner gomosa. Después, cuando me doblé sobre mi cintura, para masajearle las manos, mientras hundía mi cabeza cerca de sus rodillas, ya se le había puesto bastante grande. Pero cuando le empecé a morder los talones y lamer los metatarsos, se le paró por completo. Este chico verdaderamente se excita cuando alguien le adoraba los pies. Le adoré la base de los dedos con mi lengua de a uno, sintiendo cómo él contenía la respiración de placer. Cuando le trabajé el segundo pie con la boca ya, con la mano libre, le tocaba la pija, haciéndole una paja suave, para mantener la erección. Cuando terminé con el pie, dejé de lado cualquier idea de seguir con sus piernas y fui a metérmela en la boca. Era lo que importaba. Se la chupé con cuidado y delicadeza hasta que él levantó la cabeza para mirarme y yo me saqué la pija de la boca. Querés que pare? Le dije. Es que estoy por acabar, me confesó. Entonces le puse un poco de aceite en la pija y le subí el prepucio, y le di mano suave suave, mientras que con la otra me volvía a llevar uno de sus pies a mi boca y le adoré el metatarso con mi lengua hasta que lo sentí acabarme en la mano. Al final me quería dar plata, y yo no quería aceptársela, porque él era mi chico de la suerte, lo hago por superstición, le decía. Pero él insistió. Así que le dije que me diera lo que quisiera, a la gorra. Al despedirse, en la puerta, me dijo "un gusto, como siempre". Y yo quedé feliz, como si me hubiera visitado el arcángel gabriel y yo siguiera siendo virgen.

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