HERMOSO, DEFORME Y MALVADO

 Reviso mis discos y encuentro este relato viejo, de cuando me pisaron la cabeza primera vez. Bueno, creo que fue la única vez que me pisaron la cabeza mientras me garchaban, hay que estar en forma para hacerlo. También fue una de las primeras veces que me sopapearon con billetes al final. No la primera, como digo ahí. El tono es bastante más romántico que el que prefiero usar ahora, pero bueno. Era un puto boludo y enamoradizo entonces, de esos que se enamoran de cada pija. La subo acá para no borrarla. espero que les saque al menos una paja. 

HERMOSO, DEFORME Y MALVADO



El era de Rosario. Me levantó en una sala de chat. Una de esas tardes en las que invitaba a mi cama a cualquiera que me lo pidiera. Una tarde como hoy.

Llegó a mi puerta trajeado y con una expresión de leve ansiedad. Como si tuviera miedo de que lo rechazara cuando lo viera.

Y con razón, porque tenía toda la cara derretida por el fuego. A pesar de eso podías darte cuenta de que antes había sido hermoso. Pero hermoso en serio. Uno de esos chicos que se seguro se complacían en descartar candidatos que le llovían.

No me importó. Sólo quería ver su pija. Le toqué el bulto y lo hice pasar. Eso es lo primero que tenés que hacer cuando invitás a un extraño a cojer a tu casa. Tocarle el bulto. Para saber si sus intenciones verdaderas son cojer. Generalmente lo son.

Me arrodillé y, sólo habiéndole dicho “hola” y “permiso”, le bajé la cremallera de su traje y le saqué la pija ahí mismo. Me la puse en la boca, sin que terminara de estar erecta. Esa tarde yo estaba sediento de pija. Tanto como hoy. Y me gustaba sentir como una pija iba engordando de sangre excitada en mi boca. Cómo ese apéndice medio fláccido del hombre se iba endurenciendo dentro de mi boca y se acomodaba más naturalmente a la forma de mi garganta. Como un feto que creciera en el útero de su madre, su pija creció en un par de minutos hasta llenar toda mi boca. Mi corazón latió más fuerte al sentir dentro mi boca el tamaño real de su miembro. 


Goloso, lo primero que quise hacer fue acariciar con mi lengua su grosor. Pero moverme así lo único que hacía era asfixiarme y que el miembro, cada vez mayor, rozara la campanilla en la gargante, produciéndome náuseas, así que opté por relajarme, quedarme bien quietito y concentrarme en respirar. Sólo respirar. Y mantener su miembro cada vez más grande, más duro, dentro de mi garganta. ¿Cuánto más podía crecer?


Por un momento el mundo fuera de mi boca, fuera de su miembro, se desvaneció. Respiré. Sólo éramos una cavidad húmeda y oscura y una fuerza que crecía dentro, haciendo presión contra las paredes de mi boca, contra el techo de mi paladar, contra la puerta de mi garganta. Sentía así cómo, sobre la parte anterior de mi lengua, su glande vacilaba sobre el comienzo de mi garganta, que seguía rígida, sin poder dejarlo pasar. De mis ojos se escapaban lágrimas, no de dolor, ni de frustración, sino sólo del esfuerzo al que mi cabeza estaba siendo sometida. Yo seguía respirando, más por testarudez que por otra cosa y el glande seguía empujando, sin poder pasar. Mi respiración se entrecortó. Me tensé sin quererlo. 


Y entonces sentí sus manos sobre mi pelo. Acariciándome. Como a un perrito al que se quiere tranquilizar. Y ese toque fue mágico, porque hizo que me relajara automáticamente. Fueron sus manos, no fui yo, las que tomaron el comando de mi cuerpo y provocaron en un segundo el grado de relajación que toda mi concentración había fallado en alcanzar. Así, de un golpe, su glande se deslizó dentro de mi garganta y mi boca se abrió para recibir todo el tronco del miembro en mi boca. Mi nariz se hundió en la mata de pelos y sentí el olor del sudor nuevo de hombre joven bañado justo antes de toda una mañana de trabajo en la ciudad calurosa. Pasó un momento que pareció eterno, como si el mundo hubiera dejado de girar. Podía sentirla a su verga casi del tamaño de mi garganta, latirme en el esófago. 



Yo me hubiera quedado así por siempre. Fue él que la sacó. Lentamente. Boquié y me enjugué los ojos, mareado, antes de poder mirar hacia arriba y enfocar la vista otra vez. Como la había metido medio muerta en mi boca, no la había visto en todo su esplendor. Su pija era magnífica, de esas que salen tan bien en las fotos. Era tan hermosa como seguramente había sido su cara. Y no había sido afectada por el fuego.


Me quedé un momento atontado. Mirándola. El me miró con un gesto de sorna en los labios y me apoyó la pija contra la jeta. Yo tenía el rostro tan bañado por las lágrimas y la baba que su tronco me había sacado de la garganta, que, al presionarla contra mí, la pija le resbala con facilidad hacia los costados de mi cabeza. Impaciente. Me agarró de los pelos con una mano, para inmovilizarme, mientras con la otra me golpeaba la pija contra la frente y las mejillas. Finalmente se cansó y me pegó un par de sopapos con la palma completa, riéndose con una risa seca y nerviosa. Me dejó libre para poder desnudarse. Y su cuerpo era el de un deportista, bien trabajado.

Yo me lo había quedado mirando, como un tonto. Era tan hermoso su cuerpo, que su rostro deformado había pasado a un segundo plano. El notó, sin embargo, que mi mirada se detenía un monento en su cara y, enojado, me agarró de la cabeza, sin decirme nada. Me bajó los pantalones sin pedirme permiso y me empujó para que me pusiera en cuatro. Se puso el forro y me la mandó antes de que me diera cuenta. Grité un poco por la sorpresa, pero mucho más por el dolor. Perdí mi erección. Igual me la banqué, porque para mí era una cuestión de honor no corcovearle la grupa a ningún macho que se me plantara así de firme. Lo sigue siendo hasta el día de hoy.

Por unos minutos lo único que sentí fue dolor. Veía todo blanco. Como relámpagos blancos de dolor. Debe ser a eso a lo que se refieren cuando te dicen que te van a hacer ver las estrellas. No sé si notaba o no el calvario por el que estaba pasando, pero a él no le importó. Me agarró de los pelos y me bajó la cabeza un poco más, mientras me bombeaba, hasta el piso. Yo, a pesar mío, forcejeaba un poco, en parte porque la posición era incómoda y en parte porque la pelvis parecía que iba a reventarme alrededor de su pija. Pero el me mantuvo firme y yo me calmé. 


Ahí, sin sacarme la pija del agujero, giró el cuerpo y, sentí como un peso mucho mayor comenzó a apretarme la cabeza con mucha mayor seguridad contra el piso. Tardé un momento en darme cuenta qué era lo que me apretaba con tanta fuerza. Era su pie, podía ver sus dedos borrosos contra mis ojos y como el dedo mayor, el gordo, sobrepasaba mi campo visual para apretarse fuerte contra mi frente. La parte carnosa de su metatarso se apretaba contra mis pómulos, mientras que el talón se apoyaba contra el piso, mi rostro sostenido debajo del arco interno de su planta. Encima se descargaba todo el peso de su pierna, de su cuerpo. Pensé por un momento en cómo podría haber llegado ese chico a esa posición. Qué contorsión había hecho con su cuerpo para que pudiera arreglárselas para pisarme de esa manera la cara y, al mismo tiempo, nunca dejar de darme así de duro por la cola. Aplastado, como se podría aplastar una oveja cuando se la cojiera un peón en el campo, recuerdo que llegué a pensar. Nunca me había sentido tan humillado en mi vida. 


Y pensando así en su peso encima mío, y en el peso de mi humillación, me olvidé por un instante de mi cola y de todo lo que me dolía, de ese cuerpo ajeno a mí que entraba y salía a pesar mío. Y el milagro volvió a suceder. Y fué él, que conste. No fui yo. Fué él que, presionándome la cara así contra el piso me hizo olvidar de todo, hasta del dolor, por el momento mínimo necesario para que se me abriera la cola ancha, relajada. Y ahí su pija sí que empezó a bombear con una facilidad que daba gusto.  Y volvió mi erección. Mucho más firme que antes, y yo seguía sintiendo exactamente lo mismo, pero el dolor, tan intenso, ahora mi cerebro lo percibía como placer. Y el olor del sudor acre de su pie, que se mezclaba con el que caía de mi frente apresada, era cada vez más fuerte, pero no lo hubiera cambiado por el perfume más sofisticado. Al día de hoy todavía se me licúa la cola al recordarlo. Y ahí me bombeó unos segundos más. Hasta acabar. En la memoria parece eterno, pero todo no habrá durado más de quince minutos.

Pasó al baño, mientras yo quedaba jadeando en el piso. Volvió con un pedazo de papel higiénico con el que se limpió la leche de la verga que de a poco se le iba bajando. Yo me incorporé con dificultad y le sonreí con agradecimiento, frotándome la cara. El también me sonrió, con su rostro deformado. Yo entonces le pregunté, y quizás fue una falta de tacto por mi parte, pero juro que lo hice con la mejor onda, “¿cómo fue que te hiciste eso en la cara?”. La sonrisa se le borró en un instante. Hosco, me contestó: “No me lo hice yo. Me lo hizo un accidente de autos”. Metió la camisa en los pantalones y me miró con desprecio un momento. Dudó por un instante y luego sacó su billetera, la billetera de un joven hombre de negocios y me extendió la mano con un par de billetes.

Yo lo miré sin entender. "Tomá, puta", me dijo, para que los agarrara. "No soy una puta, no te pedí nada", le dije yo. El me miró con desprecio. "Yo soy acá el que voy a decir qué sos o que no sos. Tomá. Puta". Obedecí, intimidado, y tomé el dinero. No era mucha guita. El tipo se fue sin decirme nada. Quizás lo dijo para herirme, esforzarse en parecer malvado, para evitar que yo lo hiriera a él. O quizás lo dijo porque él estaba viendo una verdad acerca mío que yo no veía. Sea como sea. Nunca más lo volví a ver.

Pero yo quedé re caliente. La pija se me había vuelto a subir cuando me pisó la cabeza. No había acabado. Y que me tratara tan literalmente como una puta me había excitado más.


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